Estoy sentado en mi escritorio con un papel en blanco mientras espero que empiece el partido, de hecho habrá terminado cuando leas mis palabras. Son las seis de la tarde y no sé ni dónde voy a ir a verlo, lo que sí sé es que lo veré. Sé que yo lo voy a ver pero sé que la mayoría de las miradas van a estar pendiente de lo mismo que yo.

Toca sentarse y esperar sólo un par de horas para saber la alineación, y es que muchos nos conformamos con empezar a saborear los veintidós nombres que después nos traerán el plato principal de la noche. Ese aperitivo ya les da a muchos para llenar tertulias, a otros nos sobra con ver cómo salen los equipos, qué lateral puede sufrir con las galopadas del extremo contrario o sobre qué delantero tienen que fijar su posición los centrales.

Después ya vamos oliendo como los cocineros -entrenadores- dan los últimos toques al plato, esos toques mágicos que dan el regusto simple para contentar a todos. Cuando empecemos a escuchar los soniquetes de los narradores en nuestros oídos pensaremos que ya sólo faltarán pocos minutos. Finalmente el árbitro dará el ok y todo empezará. Una sensación incalificable nos recorrerá a muchos por el cuerpo.

Cuando digo muchos, puede que me quede corto. Medios de casi todo el mundo se han desplazado hasta Madrid para hacer llegar a sus países lo que ocurra en el césped. Y es que aunque lo que pase en él será importante, creo que para mí puede ser algo trivial después de el carrusel de partidos de la misma talla en las últimas fechas. Yo prefiero fijarme es ese argentino que recorrerá miles de kilómetros para alentar a Messi, Mascherano o Di María. También está esa familia japonesa que sólo conoce de los jugadores lo que ha seguido por televisión pero aún así van a ver el partido sin miedo a animar al equipo visitante.

Lo mejor de los partidos importantes son las historias que les rodean. Por eso yo creo que voy a ir cerrando el texto que me voy a verlo finalmente con mis amigos.